martes, 12 de febrero de 2008

La Torre




La cena estaba servida.
Me hallaba de pie frente a un hombre que vestía uniforme militar. Las charolas de plata brillaban, reflejando el ambiente; el decorado interior; las murallas de ladrillo cubiertas de tapices persas o de estandartes de fino adorno que subían hacia su fuente de apoyo, y que tensándose desde ahí para sostener lo que debía ser un paisaje de hilo -en que hombres vestidos de armaduras o tartanes blandían espadas, o llevaban sendos carcaj con largas y coloridas flechas- cubrían de paso la frialdad del muro, agradando la vista.
Algo me dice o intuyo que me dice.
Yo conozco aquella circunferencia en que estamos. Sé, por ejemplo, que su ubicación se encuentra entre llanos antecedidos por caminos de polvo que vienen desde lejanías. La misteriosa torre de un asidero que puede sólo ser entendido con la afonía del corazón. El círculo y la mesa en que todos trazamos líneas con los ojos cerrados. Afuera, el azul quebradizo y ligero de manchas rotas en perpendiculares antojadizas, un tono más oscuras que el resto de la construcción. El fondo indefinido de una realidad que el sueño no alcanza a ver ni a sentir, pero que sin embargo es real, en la medida en que me aferro a ella como quien se aferra a la vida o a un último o primer deseo después de despertar de una pesadilla.

Algo que comienza con la imagen de un caminillo empedrado en que personajes difusos, entremezclados de épocas tiempos y lugares, se encuentran ante mí. Antiguos uniformes, antiguas medallas y antiguos rostros. ¿Son héroes? Quizá militares muertos que han llegado también a La Torre, repitiendo su presencia que ha visto nacer este mismo sueño muchas veces: La Torre.
En el interior, un decorado salón con platería europea, mesas y sillas. Hay candelas encendidas y el militar de cabello blanco, vestido pensando en la batalla que continúa aún tras de los muros, en el silencio de los campos vacíos
y nevados.


*

Me hallaba en la tumba de Hipnos. Un corredor que giraba en torno a dos altares, uno que era rodeado en sus 4 flancos por esta abertura misteriosa a la que se accedía por unas escalinatas de piedra. El otro, un altar central que llevaba escrito entre otras cosas el nombre SOL, o RA. Lo rodeaban una serie de pequeñas lapidas entrevistas como un hervidero difuso en la oscuridad de la bóveda. Un lugar cayéndose sobre si, y que no tenía similitud a lo terrestre si no más bien al espacio, donde el sonido no se oye si no que sólo los pensamientos; y era en pensamientos que la presencia que ahí vivía me hacía miembro de lo misterioso, de lo inexplicable.

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