viernes, 18 de enero de 2008

Observadores del oro liquido

(Foto del antiguo barrio San Diego)
En la casa del muralista Fernando Marcos hay pinturas hechas hace mucho tiempo por el artista, pero que a pesar de eso se ven como si las hubiera pintado ayer. El óleo fresco, los colores brillantes. Seguramente será porque con un mágico toque de luz, él antes que nada ilumina, enciende aquellos mundos etéreos que se acercan tanto al sueño que parecen tocarlo en un abrazo verde. Como el rostro de su mujer muerta, asomándose leve por los lindes definidos por la madera que bordea el cuadro que veo a sus espaldas, y del que me dice: fue pintado el mismo año en que Fidel entró desde la Sierra Maestra a la Habana, el año de la revolución, 1959.
En esa época, y con la edad de treinta, don Fernando se casó con la protagonista de la escena, mujer sobrevolada por misteriosas aves sinuosas, que suben hacia una realidad desconocida, pero sugerida por tonos de claridad, tintes que componen elementos profundos, ensoñaciones…

Sobre un baúl hay un pequeño arbolito de navidad. Más allá otros cuadros en que se encarnan personajes mitológicos del mundo americano. Diversos cacharritos prehispánicos adornan las repisas, mezclándose entre los libros que guarda sobre anaqueles en los que además, hay fotos de su familia, su hija y sus dos hijos. Una mascarilla de yeso y varios dibujos de distintos portes; la mesa del comedor, una vitrina y al fondo, algo que atrae mi atención. Una habitación en la que Fernando Marcos instaló un televisor, aparato enfrentado a un pequeño banquillo de madera barnizado, y que está justo al frente de una ventana.
Son las 6 de la tarde y el oro líquido del sol, se apega minucioso como un pétalo sobre la arena limpia de un desierto. En este caso, un desierto hecho de tablas, las tablas del piso bañadas por este sol de la tarde, y que proyectan una sensación especial, como calma o vacío.
Y esto podría decir que me produce Fernando Marcos, quien en un gesto bondadoso se me acerca, ofreciéndome algo de beber para capear el calor.
Su actitud es como la de un abuelo con su nieto.
Me siento tranquilo y tomo de lo ofrecido. Mientras, lo miro entrar en una habitación. Se demora en salir, y cuando lo hace, viene hacia mí con un hermoso cuadro y me dice: -¿Qué te parece? Este es el borrador del trabajo que hice hace poco para la CUT.
Se trataba del esbozo de un mural de dos por cuatro metros, y que tenía por propósito dar un testimonio pictórico de la matanza en la escuela Santa María de Iquique.
Estamos los dos sentados y miramos desde cierta distancia la pintura. Le digo que me recuerda al cuadro Gernica de Picasso, sobre las ciudades y la gente muerta en la guerra civil española. Le comento también sobre el poema de Neruda: “Y por las calles la sangre de los niños corría simplemente como sangre de niños…”
La obra en cuestión es increíble. En el lado izquierdo descansa la figura de una mujer, y la de hombres, mezclados con el suelo en que cayeron. Caras. Ojos abandonados, heridas.
El lado derecho de la pintura es un bloque de líneas extendidas como conductos o caminos que causan incertidumbre, ya que sin llegar a ningún lado, se convierten en un laberinto descarriado de tonos y colores fríos, un iceberg flotando en la Antártica.
-Qué significa ese lado del cuadro, pregunté.
-En realidad, me dice el pintor, me inspiré mucho en el cuadro del fusilamiento de Goya. Quise representar la agonía y la muerte de un pueblo, el pueblo de Chile. Quise mostrar al ejército de Chile, el que tiene sus horrores y sus glorias. Pero ahí estaba mi problema. El problema pictórico era no caer en una representación fácil de los soldados. Quise de este modo, detenerme y meditar para encontrar la respuesta. Esta era lo que vez, osamentas, líneas oblicuas que avanzan sobre los campos cubiertos de madres e hijos, esposos muertos, caras y siluetas. Huesos que avanzan muertos como la muerte. Junto a ellos está la vorágine o el resultado. La matanza que fue este hecho tan enorme en que murieron miles…
Veo que el artista está cansado. Una vez alguien me dijo que un hombre autentico es aquel que no puede explicar su vida. Creo que Fernando Marcos ya no quiere hablar, si, solo quiere estar callado, observando el baño tenue de sol que recubre los objetos delicadamente. Un hombre autentico no puede explicarse a si mismo. Don Fernando guarda silencio. Hacia sus adentros ve quizás vida, calles desaparecidas, amigos. Seres cuya compañía lo iluminaron. Uno de ellos fue Barreto. Don Fernando y Héctor Barreto se juntaban por las tardes en la librería del padre del primero. Ahí hablaban sobre literatura o arte. Ahí vivían el comienzo de la vida, observando acaso ese mismo oro líquido que sigue emblanqueciendo las sutiles cercanías que lo acogen, ahora después de que una vida ha pasado desde esos encuentros con el joven escritor de la calle San Diego.
Tanto camino en los parpados decaídos, porosos pero abiertos, que al pensar en eso me resuelvo a creer que en la memoria del universo persisten ciertos hechos revestidos del extraordinario sentido que sólo algunos hombres pueden darle a la vida. Fernando Marcos, artista de nuestra tierra, imbuido profundamente en el sentido de la educación y del imaginario del profesor, no únicamente como maestro si no como padre, amigo y formador de realidad, de espíritu más allá de las vacuidades pegadas a los manuales escolares. Marcos, además fue quien hizo el primer homenaje mural en Chile a Gabriela Mistral. Los murales de la Ciudad del Niño, de la Municipalidad de San Miguel, la restauración de los murales de Siqueiros en el sur, etc.
El contacto con un artista verdadero es una experiencia que suele no tenerse todos los días. Aunque don Fernando Marcos no sólo es eso, si no que además silencio. El silencio que por deferencia en su inquietante sonoridad interior nos toca, oyéndonos el corazón e interpretándolo como si tuviéramos una boca en el pecho, una boca que habla con otras bocas, con miles de bocas cerradas. Y es así. Don Fernando Marcos, el silencio de don Fernando Marcos, es un grito…