Domingo 1 de junio de 2008
Reconstruyendo a Héctor BarretoHace tres años, Miguel Serrano escribía en Revista de Libros, al final de un artículo de homenaje a su amigo y compañero de la Generación del 38: "Con jóvenes amigos vamos a reparar la tumba en el Cementerio General, de modo que el rostro de Héctor Barreto pueda seguir contemplando más allá del cielo, más allá de las estrellas, su Grecia inmortal, su monte Olimpo y el Templo de Delfos, donde tal vez él fuera un hierofante, hace muchos siglos ya".Los amigos de Serrano finalmente no arreglaron nada, pero un grupo de admiradores del malogrado escritor chileno lo hizo por cuenta propia, sin apoyo ni fondos de nadie. Se trata de Marcela González, Mauricio Valenzuela y Rafael Videla Eissmann, quienes reconstruyeron la destruida efigie de Barreto en el Cementerio General que había hecho el escultor Manuel Banderas a partir de su máscara morturoria, junto a la inscripción que recogía las palabras del escritor: "El color de la sangre no se olvida".Aserto que anticipó y terminó por resumir la breve existencia de Héctor Barreto. A los 19 años, el 23 de agosto de 1936, este militante de la Federación Juvenil Socialista fue asesinado por un grupo de nazis a la salida del café Volga, en el barrio San Diego. Dos años más tarde, su amigo de juventud Miguel Serrano recogió tres relatos suyos en la legendaria Antología del verdadero cuento en Chile (1938), donde también fueron incluidos textos de Juan Emar, Carlos Droguett, Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Juan Tejeda y Guillermo Atías, entre otros.Hace unos años, el periodista Mauricio Valenzuela leyó una compilación de textos de Barreto publicada en 2004 por el historiador Rafael Videla, que recogía La noche de Juan y otros cuentos, libro póstumo del autor editado por el Partido Socialista en 1958. Impresionado con la personalidad de Barreto, Valenzuela fue en busca de su tumba. Desconocidos habían destrozado la estatua (ver fotos). Comenzó entonces a investigar a fondo la vida del autor y su generación, esfuerzo que lo llevó a conocer a otros dos estudiosos del tema: Videla y Marcela González. Conversando con el pintor Fernando Marcos, amigo de Barreto que todavía vive, decidieron reparar la escultura funeraria. Les tomó tiempo conseguir los permisos, pero al final pusieron manos a la obra. "Trabajamos mucho y lo logramos hace unos días, después de seis meses intensos, con sesiones de cuatro horas cada sábado", cuenta Valenzuela. Ahora que la escultura está restaurada, él y Videla intentan publicar un libro -ya terminado, pero sin editor- que reúne la obra narrativa de Barreto, agregando material inédito y textos de sus amigos, como una postal que Santiago del Campo le envía en 1935. Hay además dibujos, fotos, artículos y estudios que incluyen nuevos datos sobre el escritor.
domingo, 1 de junio de 2008
Del artes y letras
domingo, 4 de mayo de 2008
Nuestras condolencias
Lamentamos el reciente fallecimiento de don Carlos Barreto, hermano de Héctor, quien al igual que Jasón, fue testigo de una época extraordinaria.
QEPD.
QEPD.
viernes, 22 de febrero de 2008
70 años del 38… y los trashumantes de Héctor Barreto.
70 años del 38…
y los trashumantes de Héctor Barreto.
La generación del 38 fue fundamentalmente determinada por la violencia política, y algunos de sus símbolos fueron el cimiento de la lucha social para muchos. Los mártires de la leyenda este año cumplen un nuevo aniversario en el silencio absoluto.
Por Mauricio Valenzuela
y los trashumantes de Héctor Barreto.
La generación del 38 fue fundamentalmente determinada por la violencia política, y algunos de sus símbolos fueron el cimiento de la lucha social para muchos. Los mártires de la leyenda este año cumplen un nuevo aniversario en el silencio absoluto.
Por Mauricio Valenzuela
(En la fila de atrás Barreto y Miguel Serrano)
La calle San Diego en los años 30 era mucho más brava que hoy. Billares, y boliches, confluían entre una vida nocturna iluminada completamente por farolillos tenues, bajo los que Héctor Barreto, Miguel Serrano, Santiago del Campo, Julio Molina, “el “Loco” Irrizari, Fernando Marcos, Homero López, Anuar Atias, Iván Romero y el “Tigre” Ahumada, vagaban como trashumantes solitarios de la leyenda. Su propia leyenda.
Iban a los cafés del barrio – entre otros El Volga y El Miss Universo- , hablaban de literatura y otros temas hasta la madrugada, pero nunca de política, aunque en esos días la política lo fuera todo. Esto después cambió.
“La Generación del 38 es violencia”, escribió Fernando Alegría en su famosa novela “Mañana los Guerreros”, y en cuya portada podía apreciarse el edificio del Seguro Obrero, cubierto de pancartas alusivas a las fuerzas de contingencia política que en aquellos años se enfrentaban en las calles de Santiago -provistas de puñales o cinturones con pesadas hebillas de bronce-. Un escenario, como dijo el escritor Miguel Serrano, imbuido en “un halo singular”. Era aquí donde este grupo de jóvenes, llevado por el ideal y el la influencia de los grandes acontecimientos mundiales, repetían los ecos de la Europa preguerra con una cuota de nueva realidad: el creciente surgir de la clase media en Chile.
Y fue que ellos dejaron atrás los apellidos vinosos de la oligarquía, adueñándose de un panorama social y artístico donde convivían, en renovado paisaje, las corrientes políticas populares que luchaban por la reivindicación social –el nacismo, socialismo y comunismo-, enfrentándose abigarradamente.
Este acontecer albergó también la “guerrilla” entre Neruda, Huidobro y Pablo de Rokha. Muchos tomaron partido aquí; algunos en la corte del autor de Canto General. Otros en la calle Cienfuegos –en la casa del creacionista, donde nació el grupo Diana y La Mandrágora- adorando el afrancesamiento del Surrealismo, que como afirmó una vez Teofilo Cid, “no correspondía a una búsqueda literaria si no moral”. Barreto fue de los outsiders, de los alejados del criollismo de Nicomedes Guzmán y Mariano Latorre, del naturalismo, del realismo social adoctrinado y del indigenismo. Fue de los vinculados interiormente con el paisaje y la identidad propia del drama que les representaba vivir en una zona telúrica del mundo como nuestro país. Eran los cuentistas del barrio Sandiego. Los retratados melancólicamente en “Ni por Mar Ni por Tierra” -libro escrito por Serrano en 1950-, que recrea “las glorias de la noche”, refiriéndose a antiguos compañeros, “con el corazón aferrado, quizás, a una vieja noche en que hubo un héroe”.
Héctor Barreto fue el líder. Y si es que la violencia se liga a la tragedia, en este grupo ese linde es claro; la muerte del escritor, el 23 de agosto de 1936, fue un símbolo para todos. Un hecho que los determinó a dejar el anonimato y entrar a la contingencia política. Ellos, que se caracterizaron, como evoca Homero López
–uno de los amigos de Barreto que aún vive - por “ser buscadores del Yo Profundo”. López cuenta la siguiente anécdota: “Estaban en una reunión todos juntos, y Eduardo Anguita se levanta y dice, -voy a leer un poema al estilo Neruda. Después es el turno de Barreto. Él toma otra postura y dice, -“Yo voy a leerles también un poema, pero al estilo Héctor Barreto”.
Fernando Marcos (pintor muralista quien fuera también amigo del cuentista, miembro del PS y entre otras cosas discípulo directo de Diego Rivera.) recuerda a Barreto: “De estatura regular, moreno, delgado, de ojos obscuros penetrantes. Tenía una cultura extraordinaria para su edad y una avidez de lectura increíble (…) Leía hasta las 4 o 5 de la mañana. Podía pasar dos o tres días sin dormir. Y luego era capaz de dormir 16 horas de un tirón. Leía de todo: Descartes, Panait Istrati, Romaínd Rolland (el Juan Cristóbal nos había impresionado profundamente a todos), Oscar Wilde, George Bernard Shaw. Se sabía de memoria capítulos enteros del Quijote. Conocía los clásicos italianos, españoles, ingleses. Buceaba en la historia. Solía relatar anécdotas de Julio Cesar.”
Miguel Serrano rememora en las intensas páginas de Ni por Mar ni por Tierra aquellas reuniones: “Sería más de medianoche cuando empujaron los batientes de la puerta de entrada y apareció Barreto acompañado de dos amigos. Cruzó el espacio que lo separaba de nuestra mesa, con su aire especial, las manos sumidas en los bolsillos de su abrigo café, el rostro serio y el rictus amargo e irónico en la boca. Al llegar a nuestro lado se echó atrás el sombrero de alas subidas y de un salto pasó por encima de unas sillas para sentarse a nuestro lado (…)De inmediato el ambiente cambió, tomando un no sé qué de extravagante y legendario, como si ese muchacho de ojos afiebrados, aportase un séquito de presencias invisibles y en torno de él se entretejiera el oro de la leyenda”.
En esa atmósfera convivieron los del 38. Aunque podría pensarse que hablar de una generación, sonaría raro si se piensa que sus principales exponentes fueron casi ignorados con el tiempo, pagando el precio más trágico. Omar Cáceres, Jaime Rayo, Héctor Barreto y los masacrados en el torre del Seguro Obrero. Y es que algunas de estas muertes significaron un cambio político en el acontecer, el que desembocó en que los que estaban aislados, se lanzaran a la lucha política y social. Esto fue lo que generó fundamentalmente la muerte de Barreto, quien en un altercado con los nacistas de González Von Marées, fue herido de muerte en Av Matta. Aquella noche Barreto llegó al café Volga – donde se reunían fundamentalmente los socialistas-. Se encontró con Fernando Marcos y unas amigas. Cuando estaban apunto de irse irrumpieron un par de nacistas que los conminaron a pelear en la calle. Ellos se trenzaron así en una persecución, en la que desarmados siguieron a los agresores hasta Serrano con Av Matta. Ahí tuvieron que retroceder, ya que sus oponentes fueron apoyados por refuerzos con revólveres. Barreto intentó resguardarse de los tiros. No pudo. Fue herido en el abdomen y murió unas horas más tarde en la posta número tres de la calle Maule, victima de perforaciones intestinales.
Si bien hubo algo que conformó aquella generación, fue el mito de la noche, el símbolo del héroe caído y la lucha violenta que con los años posteriores sumó el fin trágico de una época: los nacistas que habían planeado subir a Ibáñez a la presidencia, fueron masacrados en el Seguro Obrero el 5 de septiembre del 38. Finalmente fue elegido el Frente Popular.
Dos meses después, Miguel Serrano zanjó las bases de lo que fue aquella parte de la historia literaria de nuestro país, y abrió un precedente que desató las iras: La publicación de la Antología del Verdadero Cuento en Chile. Con eso dijo quienes eran y quienes no los auténticos: su grupo era de 11 escritores, los que Alone comparó con un equipo de fútbol y entre los que estaban el mismo Serrano, Teofilo Cid, Eduardo Anguita, Carlos Droguett, Adrián Jiménez, Juan Tejeda, Juan Emar, Anuar Atias, Pedro Carrillo, Adrián Jiménez, y por supuesto Héctor Barreto, a quien el libro fue dedicado: ““En este segundo aniversario de su asesinato. Será difícil que nuestra generación olvide aquellos extraños días del crimen y del entierro, que llenaron esta curiosa ciudad”.
miércoles, 20 de febrero de 2008
Ni por Mar ni por Tierra
(Cuadro de Héctor hecho por Fernando Marcos)
Sería más de medianoche cuando empujaron los batientes de la puerta de entrada y apareció Barreto acompañado de dos amigos. Cruzó el espacio que lo separaba de nuestra mesa, con su aire especial, las manos sumidas en los bolsillos de su abrigo café, el rostro serio y el rictus amargo e irónico en la boca. Al llegar a nuestro lado se hecho atrás el sombreros de alas subidas y de un salto pasó por encima de unas sillas para sentarse a nuestro lado. Los que lo acompañaban también se sentaron; aún cuando no eran escritores, venían a escucharle, pues le admiraban como a hombre y jefe capaz de dirigirlos a través de sus correrías nocturnas y pendencieras. De inmediato el ambiente cambió, tomando un no sé qué de extravagante y legendario, como si ese muchacho de ojos afiebrados, aportase un séquito de presencias invisibles y en torno de él se entretejiera el oro de la leyenda.
Y así era.
Y así era.
martes, 12 de febrero de 2008
La Torre
La cena estaba servida.
Me hallaba de pie frente a un hombre que vestía uniforme militar. Las charolas de plata brillaban, reflejando el ambiente; el decorado interior; las murallas de ladrillo cubiertas de tapices persas o de estandartes de fino adorno que subían hacia su fuente de apoyo, y que tensándose desde ahí para sostener lo que debía ser un paisaje de hilo -en que hombres vestidos de armaduras o tartanes blandían espadas, o llevaban sendos carcaj con largas y coloridas flechas- cubrían de paso la frialdad del muro, agradando la vista.
Algo me dice o intuyo que me dice.
Yo conozco aquella circunferencia en que estamos. Sé, por ejemplo, que su ubicación se encuentra entre llanos antecedidos por caminos de polvo que vienen desde lejanías. La misteriosa torre de un asidero que puede sólo ser entendido con la afonía del corazón. El círculo y la mesa en que todos trazamos líneas con los ojos cerrados. Afuera, el azul quebradizo y ligero de manchas rotas en perpendiculares antojadizas, un tono más oscuras que el resto de la construcción. El fondo indefinido de una realidad que el sueño no alcanza a ver ni a sentir, pero que sin embargo es real, en la medida en que me aferro a ella como quien se aferra a la vida o a un último o primer deseo después de despertar de una pesadilla.
Algo que comienza con la imagen de un caminillo empedrado en que personajes difusos, entremezclados de épocas tiempos y lugares, se encuentran ante mí. Antiguos uniformes, antiguas medallas y antiguos rostros. ¿Son héroes? Quizá militares muertos que han llegado también a La Torre, repitiendo su presencia que ha visto nacer este mismo sueño muchas veces: La Torre.
En el interior, un decorado salón con platería europea, mesas y sillas. Hay candelas encendidas y el militar de cabello blanco, vestido pensando en la batalla que continúa aún tras de los muros, en el silencio de los campos vacíos
y nevados.
*
Me hallaba en la tumba de Hipnos. Un corredor que giraba en torno a dos altares, uno que era rodeado en sus 4 flancos por esta abertura misteriosa a la que se accedía por unas escalinatas de piedra. El otro, un altar central que llevaba escrito entre otras cosas el nombre SOL, o RA. Lo rodeaban una serie de pequeñas lapidas entrevistas como un hervidero difuso en la oscuridad de la bóveda. Un lugar cayéndose sobre si, y que no tenía similitud a lo terrestre si no más bien al espacio, donde el sonido no se oye si no que sólo los pensamientos; y era en pensamientos que la presencia que ahí vivía me hacía miembro de lo misterioso, de lo inexplicable.
sábado, 9 de febrero de 2008
Cumpleaños de Héctor
Por motivo del cumpleaños 92 de Héctor Barreto, este espacio quiere rendir un homenaje a esta estrella inmortal, y que orbirta, solitaria, en la lejanía a la que sólo llega el valor y el sueño de enfermar una ciudad.
Un emocionado homenaje a Héctor Barreto.
10 de Febrero
Un emocionado homenaje a Héctor Barreto.
10 de Febrero
viernes, 18 de enero de 2008
Observadores del oro liquido
(Foto del antiguo barrio San Diego)
En la casa del muralista Fernando Marcos hay pinturas hechas hace mucho tiempo por el artista, pero que a pesar de eso se ven como si las hubiera pintado ayer. El óleo fresco, los colores brillantes. Seguramente será porque con un mágico toque de luz, él antes que nada ilumina, enciende aquellos mundos etéreos que se acercan tanto al sueño que parecen tocarlo en un abrazo verde. Como el rostro de su mujer muerta, asomándose leve por los lindes definidos por la madera que bordea el cuadro que veo a sus espaldas, y del que me dice: fue pintado el mismo año en que Fidel entró desde la Sierra Maestra a la Habana, el año de la revolución, 1959.
En esa época, y con la edad de treinta, don Fernando se casó con la protagonista de la escena, mujer sobrevolada por misteriosas aves sinuosas, que suben hacia una realidad desconocida, pero sugerida por tonos de claridad, tintes que componen elementos profundos, ensoñaciones…
Sobre un baúl hay un pequeño arbolito de navidad. Más allá otros cuadros en que se encarnan personajes mitológicos del mundo americano. Diversos cacharritos prehispánicos adornan las repisas, mezclándose entre los libros que guarda sobre anaqueles en los que además, hay fotos de su familia, su hija y sus dos hijos. Una mascarilla de yeso y varios dibujos de distintos portes; la mesa del comedor, una vitrina y al fondo, algo que atrae mi atención. Una habitación en la que Fernando Marcos instaló un televisor, aparato enfrentado a un pequeño banquillo de madera barnizado, y que está justo al frente de una ventana.
Son las 6 de la tarde y el oro líquido del sol, se apega minucioso como un pétalo sobre la arena limpia de un desierto. En este caso, un desierto hecho de tablas, las tablas del piso bañadas por este sol de la tarde, y que proyectan una sensación especial, como calma o vacío.
Y esto podría decir que me produce Fernando Marcos, quien en un gesto bondadoso se me acerca, ofreciéndome algo de beber para capear el calor.
Su actitud es como la de un abuelo con su nieto.
Me siento tranquilo y tomo de lo ofrecido. Mientras, lo miro entrar en una habitación. Se demora en salir, y cuando lo hace, viene hacia mí con un hermoso cuadro y me dice: -¿Qué te parece? Este es el borrador del trabajo que hice hace poco para la CUT.
Se trataba del esbozo de un mural de dos por cuatro metros, y que tenía por propósito dar un testimonio pictórico de la matanza en la escuela Santa María de Iquique.
Estamos los dos sentados y miramos desde cierta distancia la pintura. Le digo que me recuerda al cuadro Gernica de Picasso, sobre las ciudades y la gente muerta en la guerra civil española. Le comento también sobre el poema de Neruda: “Y por las calles la sangre de los niños corría simplemente como sangre de niños…”
La obra en cuestión es increíble. En el lado izquierdo descansa la figura de una mujer, y la de hombres, mezclados con el suelo en que cayeron. Caras. Ojos abandonados, heridas.
El lado derecho de la pintura es un bloque de líneas extendidas como conductos o caminos que causan incertidumbre, ya que sin llegar a ningún lado, se convierten en un laberinto descarriado de tonos y colores fríos, un iceberg flotando en la Antártica.
-Qué significa ese lado del cuadro, pregunté.
-En realidad, me dice el pintor, me inspiré mucho en el cuadro del fusilamiento de Goya. Quise representar la agonía y la muerte de un pueblo, el pueblo de Chile. Quise mostrar al ejército de Chile, el que tiene sus horrores y sus glorias. Pero ahí estaba mi problema. El problema pictórico era no caer en una representación fácil de los soldados. Quise de este modo, detenerme y meditar para encontrar la respuesta. Esta era lo que vez, osamentas, líneas oblicuas que avanzan sobre los campos cubiertos de madres e hijos, esposos muertos, caras y siluetas. Huesos que avanzan muertos como la muerte. Junto a ellos está la vorágine o el resultado. La matanza que fue este hecho tan enorme en que murieron miles…
Veo que el artista está cansado. Una vez alguien me dijo que un hombre autentico es aquel que no puede explicar su vida. Creo que Fernando Marcos ya no quiere hablar, si, solo quiere estar callado, observando el baño tenue de sol que recubre los objetos delicadamente. Un hombre autentico no puede explicarse a si mismo. Don Fernando guarda silencio. Hacia sus adentros ve quizás vida, calles desaparecidas, amigos. Seres cuya compañía lo iluminaron. Uno de ellos fue Barreto. Don Fernando y Héctor Barreto se juntaban por las tardes en la librería del padre del primero. Ahí hablaban sobre literatura o arte. Ahí vivían el comienzo de la vida, observando acaso ese mismo oro líquido que sigue emblanqueciendo las sutiles cercanías que lo acogen, ahora después de que una vida ha pasado desde esos encuentros con el joven escritor de la calle San Diego.
Tanto camino en los parpados decaídos, porosos pero abiertos, que al pensar en eso me resuelvo a creer que en la memoria del universo persisten ciertos hechos revestidos del extraordinario sentido que sólo algunos hombres pueden darle a la vida. Fernando Marcos, artista de nuestra tierra, imbuido profundamente en el sentido de la educación y del imaginario del profesor, no únicamente como maestro si no como padre, amigo y formador de realidad, de espíritu más allá de las vacuidades pegadas a los manuales escolares. Marcos, además fue quien hizo el primer homenaje mural en Chile a Gabriela Mistral. Los murales de la Ciudad del Niño, de la Municipalidad de San Miguel, la restauración de los murales de Siqueiros en el sur, etc.
El contacto con un artista verdadero es una experiencia que suele no tenerse todos los días. Aunque don Fernando Marcos no sólo es eso, si no que además silencio. El silencio que por deferencia en su inquietante sonoridad interior nos toca, oyéndonos el corazón e interpretándolo como si tuviéramos una boca en el pecho, una boca que habla con otras bocas, con miles de bocas cerradas. Y es así. Don Fernando Marcos, el silencio de don Fernando Marcos, es un grito…
En esa época, y con la edad de treinta, don Fernando se casó con la protagonista de la escena, mujer sobrevolada por misteriosas aves sinuosas, que suben hacia una realidad desconocida, pero sugerida por tonos de claridad, tintes que componen elementos profundos, ensoñaciones…
Sobre un baúl hay un pequeño arbolito de navidad. Más allá otros cuadros en que se encarnan personajes mitológicos del mundo americano. Diversos cacharritos prehispánicos adornan las repisas, mezclándose entre los libros que guarda sobre anaqueles en los que además, hay fotos de su familia, su hija y sus dos hijos. Una mascarilla de yeso y varios dibujos de distintos portes; la mesa del comedor, una vitrina y al fondo, algo que atrae mi atención. Una habitación en la que Fernando Marcos instaló un televisor, aparato enfrentado a un pequeño banquillo de madera barnizado, y que está justo al frente de una ventana.
Son las 6 de la tarde y el oro líquido del sol, se apega minucioso como un pétalo sobre la arena limpia de un desierto. En este caso, un desierto hecho de tablas, las tablas del piso bañadas por este sol de la tarde, y que proyectan una sensación especial, como calma o vacío.
Y esto podría decir que me produce Fernando Marcos, quien en un gesto bondadoso se me acerca, ofreciéndome algo de beber para capear el calor.
Su actitud es como la de un abuelo con su nieto.
Me siento tranquilo y tomo de lo ofrecido. Mientras, lo miro entrar en una habitación. Se demora en salir, y cuando lo hace, viene hacia mí con un hermoso cuadro y me dice: -¿Qué te parece? Este es el borrador del trabajo que hice hace poco para la CUT.
Se trataba del esbozo de un mural de dos por cuatro metros, y que tenía por propósito dar un testimonio pictórico de la matanza en la escuela Santa María de Iquique.
Estamos los dos sentados y miramos desde cierta distancia la pintura. Le digo que me recuerda al cuadro Gernica de Picasso, sobre las ciudades y la gente muerta en la guerra civil española. Le comento también sobre el poema de Neruda: “Y por las calles la sangre de los niños corría simplemente como sangre de niños…”
La obra en cuestión es increíble. En el lado izquierdo descansa la figura de una mujer, y la de hombres, mezclados con el suelo en que cayeron. Caras. Ojos abandonados, heridas.
El lado derecho de la pintura es un bloque de líneas extendidas como conductos o caminos que causan incertidumbre, ya que sin llegar a ningún lado, se convierten en un laberinto descarriado de tonos y colores fríos, un iceberg flotando en la Antártica.
-Qué significa ese lado del cuadro, pregunté.
-En realidad, me dice el pintor, me inspiré mucho en el cuadro del fusilamiento de Goya. Quise representar la agonía y la muerte de un pueblo, el pueblo de Chile. Quise mostrar al ejército de Chile, el que tiene sus horrores y sus glorias. Pero ahí estaba mi problema. El problema pictórico era no caer en una representación fácil de los soldados. Quise de este modo, detenerme y meditar para encontrar la respuesta. Esta era lo que vez, osamentas, líneas oblicuas que avanzan sobre los campos cubiertos de madres e hijos, esposos muertos, caras y siluetas. Huesos que avanzan muertos como la muerte. Junto a ellos está la vorágine o el resultado. La matanza que fue este hecho tan enorme en que murieron miles…
Veo que el artista está cansado. Una vez alguien me dijo que un hombre autentico es aquel que no puede explicar su vida. Creo que Fernando Marcos ya no quiere hablar, si, solo quiere estar callado, observando el baño tenue de sol que recubre los objetos delicadamente. Un hombre autentico no puede explicarse a si mismo. Don Fernando guarda silencio. Hacia sus adentros ve quizás vida, calles desaparecidas, amigos. Seres cuya compañía lo iluminaron. Uno de ellos fue Barreto. Don Fernando y Héctor Barreto se juntaban por las tardes en la librería del padre del primero. Ahí hablaban sobre literatura o arte. Ahí vivían el comienzo de la vida, observando acaso ese mismo oro líquido que sigue emblanqueciendo las sutiles cercanías que lo acogen, ahora después de que una vida ha pasado desde esos encuentros con el joven escritor de la calle San Diego.
Tanto camino en los parpados decaídos, porosos pero abiertos, que al pensar en eso me resuelvo a creer que en la memoria del universo persisten ciertos hechos revestidos del extraordinario sentido que sólo algunos hombres pueden darle a la vida. Fernando Marcos, artista de nuestra tierra, imbuido profundamente en el sentido de la educación y del imaginario del profesor, no únicamente como maestro si no como padre, amigo y formador de realidad, de espíritu más allá de las vacuidades pegadas a los manuales escolares. Marcos, además fue quien hizo el primer homenaje mural en Chile a Gabriela Mistral. Los murales de la Ciudad del Niño, de la Municipalidad de San Miguel, la restauración de los murales de Siqueiros en el sur, etc.
El contacto con un artista verdadero es una experiencia que suele no tenerse todos los días. Aunque don Fernando Marcos no sólo es eso, si no que además silencio. El silencio que por deferencia en su inquietante sonoridad interior nos toca, oyéndonos el corazón e interpretándolo como si tuviéramos una boca en el pecho, una boca que habla con otras bocas, con miles de bocas cerradas. Y es así. Don Fernando Marcos, el silencio de don Fernando Marcos, es un grito…
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