Héctor Barreto Pasajero del sueñoPor Miguel SerranoRevista de Libros de El Mercurio. Viernes 26 de agosto de 2005
A los escritores de mi generación se nos ha conocido en Chile como de "la Generación de 1938", pudiendo incluirse en ella a Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, Teófilo Cid, Irizarri, Eduardo Molina, Julio Molina Müller, Guillermo Atías (o Anuar Atías), Iván Romero, Rene Ahumada, Raúl Vicherat, Robinson Gaete, Juan Tejeda, Santiago del Campo, Gonzalo Rojas, Volodia Teitelboim, Héctor Barreto y yo. Un pequeño grupo (Del Campo, Guillermo Atías, Irizarri, Ahumada, Iván Romero, Julio Molina y Barreto) nos reuníamos en la noche a conversar y leernos nuestros cuentos y poemas en un café-restaurante de la calle San Diego, el "Miss Universo", que, como tantas otras bellas cosas, ya no existe más. Y era Barreto quien nos mantenía atentos a sus historias improvisadas, haciendo que la noche pasara casi sin sentirse. ¿Cómo poder olvidar "El pasajero del sueño", "Rito a Narciso", "Jasón" y "La ciudad emferma" (él pronunciaba "em-ferma", con "m", poniendo énfasis en ello y con un gesticular único). En verdad, Héctor, tan joven aún, vivía en la Grecia antigua y como si él mismo fuera la reencarnación de Alejandro Magno, a quien nos describía físicamente cual si sólo acabara de estar en su presencia. Para nada nos interesaba en esos años la política y vivíamos inmersos en los libros de Panait Istrati, Knut Hamsum y los rusos, Dostoievsky, Boris Pilniak, Sevolod Ivanov; o los poetas Miloscz, Pedro Prado, Omar Cáceres (quien se apareció en nuestras tertulias para recitar su "Azul deshabitado"), Vicente Huidobro, Augusto D'Halmar (con su La sombra del humo en el espejo), Salvador Reyes, Pablo de Rokha, Neruda y Joaquín Edwards Bello, entre otros.
Fue por esto que una noche recibimos con total asombro la confesión de nuestro "héroe griego", Héctor Barreto, de que había decidido participar en la política y se había inscrito en la Juventud Socialista. ¿Cómo era posible —exclamamos— que "El pasajero del sueño", que "Jasón", hubiera hecho esto? ¿En qué quedaba ahora su búsqueda desesperada en las calles nocturnas del viejo Santiago, en la montaña, en nuestras mágicas cumbres, de la "Ciudad de los Césares", del "Vellocino de oro"?... Lo estoy viendo, como si fuera ayer, con su rostro moreno y sus ojos profundos, golpeándose la frente (en un gesto muy suyo) y respondernos: "Lo hice porque me producen dolor los niños pobres descalzos bajo la lluvia"...
Esos eran los años de la Revolución Española, del "Winnipeg", de la gran tensión política planetaria previa a la Segunda Guerra Mundial y, en Chile, las juventudes políticas uniformadas también combatían en las calles. Y fue así cómo una noche Barreto murió asesinado. A nosotros, sus hermanos, sus amigos entrañables, nos afectó más allá del alma, en las entrañas del mismo ser. Los soñadores, los reclusos, debimos también salir a las calles a luchar por un cambio a fondo en la sociedad chilena. Guillermo Atías, Irizarri y Julio Molina entraron al socialismo. Yo empecé a escribir en periódicos de izquierda. Barreto se había hecho muy amigo de Raúl Ampuero; yo también, hasta su muerte.
El funeral de Barreto fue algo enorme, cuadras y cuadras; todos los escritores chilenos, de cualquier generación (Huidobro, de Rokha, Neruda, nuestro amigo Sánchez Latorre); todos los políticos (Schnake, Ricardo Latcham, Julio Barrenechea y Marmaduque Grove, como líder de ese homenaje). Ahí conocí a Blanca Luz Brum, quien iba a mi lado y, al ver mis ojos húmedos, me dijo: "Ánimo, camarada", tomando mi mano y apretándola. En el cementerio, junto a la bella tumba, hecha por el escultor Banderas, con la mascarilla del rostro de Barreto muerto, que él mismo le sacara y que me había regalado esa mañana (aún la conservo, habiendo viajado conmigo por todo el mundo). Y allí quedó, entonces, su réplica (mirando al cielo, a través de los párpados cerrados, durante todas las estaciones, bajo el sol y la lluvia) hasta ahora, cuando desconocidos la han roto a golpes de martillo. Don Marmaduque terminó su discurso de aquél día diciendo: "¡No pasarán...!". Sin embargo, han pasado... ¡tantas cosas!
Con jóvenes amigos vamos a reparar la tumba en el Cementerio General, de modo que el rostro de Héctor Barreto pueda seguir contemplando más allá del cielo, más allá de las estrellas, su Grecia inmortal, su monte Olimpo y el Templo de Delfos, donde tal vez él fuera un hierofante, hace muchos siglos ya.
A los escritores de mi generación se nos ha conocido en Chile como de "la Generación de 1938", pudiendo incluirse en ella a Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, Teófilo Cid, Irizarri, Eduardo Molina, Julio Molina Müller, Guillermo Atías (o Anuar Atías), Iván Romero, Rene Ahumada, Raúl Vicherat, Robinson Gaete, Juan Tejeda, Santiago del Campo, Gonzalo Rojas, Volodia Teitelboim, Héctor Barreto y yo. Un pequeño grupo (Del Campo, Guillermo Atías, Irizarri, Ahumada, Iván Romero, Julio Molina y Barreto) nos reuníamos en la noche a conversar y leernos nuestros cuentos y poemas en un café-restaurante de la calle San Diego, el "Miss Universo", que, como tantas otras bellas cosas, ya no existe más. Y era Barreto quien nos mantenía atentos a sus historias improvisadas, haciendo que la noche pasara casi sin sentirse. ¿Cómo poder olvidar "El pasajero del sueño", "Rito a Narciso", "Jasón" y "La ciudad emferma" (él pronunciaba "em-ferma", con "m", poniendo énfasis en ello y con un gesticular único). En verdad, Héctor, tan joven aún, vivía en la Grecia antigua y como si él mismo fuera la reencarnación de Alejandro Magno, a quien nos describía físicamente cual si sólo acabara de estar en su presencia. Para nada nos interesaba en esos años la política y vivíamos inmersos en los libros de Panait Istrati, Knut Hamsum y los rusos, Dostoievsky, Boris Pilniak, Sevolod Ivanov; o los poetas Miloscz, Pedro Prado, Omar Cáceres (quien se apareció en nuestras tertulias para recitar su "Azul deshabitado"), Vicente Huidobro, Augusto D'Halmar (con su La sombra del humo en el espejo), Salvador Reyes, Pablo de Rokha, Neruda y Joaquín Edwards Bello, entre otros.
Fue por esto que una noche recibimos con total asombro la confesión de nuestro "héroe griego", Héctor Barreto, de que había decidido participar en la política y se había inscrito en la Juventud Socialista. ¿Cómo era posible —exclamamos— que "El pasajero del sueño", que "Jasón", hubiera hecho esto? ¿En qué quedaba ahora su búsqueda desesperada en las calles nocturnas del viejo Santiago, en la montaña, en nuestras mágicas cumbres, de la "Ciudad de los Césares", del "Vellocino de oro"?... Lo estoy viendo, como si fuera ayer, con su rostro moreno y sus ojos profundos, golpeándose la frente (en un gesto muy suyo) y respondernos: "Lo hice porque me producen dolor los niños pobres descalzos bajo la lluvia"...
Esos eran los años de la Revolución Española, del "Winnipeg", de la gran tensión política planetaria previa a la Segunda Guerra Mundial y, en Chile, las juventudes políticas uniformadas también combatían en las calles. Y fue así cómo una noche Barreto murió asesinado. A nosotros, sus hermanos, sus amigos entrañables, nos afectó más allá del alma, en las entrañas del mismo ser. Los soñadores, los reclusos, debimos también salir a las calles a luchar por un cambio a fondo en la sociedad chilena. Guillermo Atías, Irizarri y Julio Molina entraron al socialismo. Yo empecé a escribir en periódicos de izquierda. Barreto se había hecho muy amigo de Raúl Ampuero; yo también, hasta su muerte.
El funeral de Barreto fue algo enorme, cuadras y cuadras; todos los escritores chilenos, de cualquier generación (Huidobro, de Rokha, Neruda, nuestro amigo Sánchez Latorre); todos los políticos (Schnake, Ricardo Latcham, Julio Barrenechea y Marmaduque Grove, como líder de ese homenaje). Ahí conocí a Blanca Luz Brum, quien iba a mi lado y, al ver mis ojos húmedos, me dijo: "Ánimo, camarada", tomando mi mano y apretándola. En el cementerio, junto a la bella tumba, hecha por el escultor Banderas, con la mascarilla del rostro de Barreto muerto, que él mismo le sacara y que me había regalado esa mañana (aún la conservo, habiendo viajado conmigo por todo el mundo). Y allí quedó, entonces, su réplica (mirando al cielo, a través de los párpados cerrados, durante todas las estaciones, bajo el sol y la lluvia) hasta ahora, cuando desconocidos la han roto a golpes de martillo. Don Marmaduque terminó su discurso de aquél día diciendo: "¡No pasarán...!". Sin embargo, han pasado... ¡tantas cosas!
Con jóvenes amigos vamos a reparar la tumba en el Cementerio General, de modo que el rostro de Héctor Barreto pueda seguir contemplando más allá del cielo, más allá de las estrellas, su Grecia inmortal, su monte Olimpo y el Templo de Delfos, donde tal vez él fuera un hierofante, hace muchos siglos ya.